A finales de 1912 un
vendedor de libros antiguos de Nueva York llamado Wilfred M. Voynich volvió a
su ciudad natal de una visita a Europa con un pequeño manuscrito,
cuidadosamente empaquetado. Lo había comprado, pagando una cantidad no
revelada, a principios de 1912, tras haberlo hallado en la biblioteca del
Colegio Mondragone de los jesuitas, en Frascati (Italia). Antes de llegar allí,
el manuscrito había permanecido custodiado durante 250 años en el Collegium Romanum
de los jesuitas; había sido depositado allí por un célebre erudito y criptólogo
jesuita del siglo XVII, llamado Athanasius Kircher, quien había intentado, sin
éxito, descifrarlo
Tenía gruesas tapas
de pergamino, separadas, debido al uso, de las 204 hojas de pergamino delgado
de que constaba el manuscrito; Voynich calculaba que, originalmente, tenía 28
páginas más, que se habían perdido. Su formato era de cuarto grande, ya que
medía unos 15 por 22 cm y el texto, escrito en caracteres apretados y con tinta
negra, iba ilustrado con más de 400 pequeños dibujos en rojo sangre, azul,
amarillo, marrón y verde brillante.
Las ilustraciones
mostraban curiosos arabescos y tubos que parecían intestinos, figuras femeninas
desnudas, estrellas y constelaciones y cientos de plantas de extraño aspecto.
El pergamino, la caligrafía y la historia conocida del manuscrito indicaban a
Voynich que era de origen medieval, y la abundancia de especímenes vegetales
sugería que podía tratarse de un herbario, un libro de texto mitad científico,
mitad mágico, que describía las cualidades místicas y médicas de las plantas y
su preparación. Pero esto era una simple conjetura, ya que estaba escrito en un
lenguaje que Voynich no pudo identificar; aunque el texto podía ser
descompuesto en «palabras», cuyas letras eran familiares a medias, no tenían
sentido. Voynich sólo pudo suponer que estaban escritas en un idioma poco
conocido, en un dialecto o en un código.
Voynich también sabía que existían
convincentes pruebas circunstanciales que sugerían que el autor de la extraña
obra por él adquirida era Roger Bacon, monje franciscano del siglo XIII que
había combinado sus estudios de filosofía, matemáticas y física experimental
con la alquimia. Quizá Bacon había logrado inventar, un sistema de lógica
simbólica, o quizá simplemente había elaborado un código para camuflar sus
investigaciones en torno a la piedra filosofal y el elixir de la vida,
eludiendo así la acusación de practicar la magia negra, acusación que en la
Edad Media solía tener fatales consecuencias.
Mientras daba vueltas
a todas esas posibilidades, Voynich se dirigió al mundo académico buscando una
solución; hizo hacer docenas de copias del documento y se las envió a todos los
especialistas que pudieran colaborar con él. Con cada copia, envió un resumen
de lo que él sabía del manuscrito.
Según creyeron
algunos de los que lo han estudiado, anticipa muchos de los descubrimientos de
la ciencia moderna.
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